Desde la consulta del Absurdólogo de Guardia, hoy traemos una noticia que nos devuelve la fe en la humanidad. Una de esas que te reconcilian con el progreso y te hacen pensar: «Menos mal que hay gente pensando en los problemas importantes». Lamborghini, esa marca italiana que fabrica coches con más ángulos que un examen de geometría, ha lanzado una solución para el colectivo más desfavorecido del planeta: los multimillonarios que se aburren. El remedio se llama «Fenomeno» y cuesta la friolera de tres millones de euros. Antes de impuestos, claro, que los pobres también tienen que pagar el IVA.
Vamos a analizar a este espécimen. Es un coche que acelera de 0 a 100 km/h en lo que tú tardas en estornudar. Tiene una velocidad máxima que solo podrías alcanzar legalmente si la carretera nacional de tu pueblo fuera la pista de aterrizaje de un transbordador espacial. Y, lo mejor de todo, solo van a fabricar 29 unidades. No por nada, sino para evitar la bochornosa situación de encontrarte a otro igual en la cola del McAuto y tener que decidir quién de los dos tiene la versión con los pespuntes del asiento en un tono de beige ligeramente más exclusivo.
Intentemos por un momento meternos en la psique del potencial comprador, un ejercicio de empatía que debería convalidar por tres años de terapia. Imagínese a un señor, llamémosle Dimitri, que acaba de vender una empresa de criptomonedas para hámsters. Se levanta en su mansión, baja a su garaje subterráneo de 800 metros cuadrados y mira con desdén su colección de Ferraris, Bugattis y Paganis. Suspira. «Qué hastío», musita mientras acaricia un tigre de bengala disecado. «Todos estos coches son tan… del año pasado. Necesito algo que grite al mundo que no solo soy asquerosamente rico, sino que mi riqueza ha alcanzado un nuevo nivel de absurdo existencial». Y justo entonces, su asistente le enseña el catálogo del Lamborghini Fenomeno. Dimitri llora de emoción. Por fin, alguien le comprende.
Porque seamos sinceros, este coche no está hecho para ser conducido. Conducir un coche de tres millones por una ciudad española es una actividad de alto riesgo que haría parecer un paseo por el parque una misión de los Navy SEALs. ¿Un badén? Siniestro total. ¿El bordillo al aparcar? Te cuesta lo mismo que la entrada de un piso en Cuenca. ¿Un gracioso te raya la puerta con una llave? La reparación la tiene que hacer un restaurador del Museo del Prado y te sale por el precio de un riñón sano en el mercado negro. Y no hablemos de la ITV. Me imagino la escena: «Manolo, baja a mirar los gases del Lambo». «¡Ni de coña, jefe, que si le rozo la llanta me hipotecan hasta el alma!».
Este coche es un NFT con ruedas. Un Picasso con motor V12 híbrido. Su función no es el transporte, es la especulación. Es un activo financiero que, casualmente, tiene forma de nave espacial. Se compra para guardarlo en una cámara climatizada con control de humedad, envuelto en una funda de seda tejida por monjes tibetanos, esperando a que su valor se multiplique para venderlo en una subasta a otro Dimitri aún más aburrido.
Es la glorificación de la inutilidad. Es la prueba fehaciente de que hemos creado una sociedad donde unos pocos tienen tanto que su mayor problema es cómo gastarlo, mientras el resto hacemos cálculos para ver si nos llega para encender el aire acondicionado en agosto. Es una obra de arte, sí, pero es el arte de la desigualdad. Un monumento de fibra de carbono a un mundo donde el sentido común ha sido adelantado por la derecha a 350 kilómetros por hora.
Y el nombre, «Fenomeno», es de una ironía deliciosa. Porque es un fenómeno de la ingeniería, no hay duda. Pero también es un fenómeno sociológico. Un fenómeno que nos demuestra que, mientras la mayoría de nosotros nos preocupamos por llegar a fin de mes, hay 29 personas en el mundo cuya mayor preocupación es dónde van a aparcar su nuevo cohete de tres millones. Y por eso, desde esta humilde consulta, solo podemos decir una cosa: gracias, Lamborghini. Gracias por recordarnos que, por muy mal que veamos las cosas, siempre hay alguien viviendo en una realidad mucho, mucho más ridícula que la nuestra.