Un Niño Muere por Jugar al ‘Timbre y Corre’. Bienvenidos a los Estados Unidos de la Paranoia.

Caricatura de un hombre apuntando con una escopeta a un niño que ha tocado su timbre, como crítica a la cultura de armas en EE. UU.

Desde la consulta del Absurdólogo de Guardia, hoy tenemos que hablar de un juego. Un juego infantil, universal, que ha trascendido generaciones y fronteras. Probablemente usted, querido lector, lo ha jugado. Yo, desde luego, lo he jugado. Se llama «tocar el timbre y salir corriendo».

Recordemos la liturgia. El sigilo al acercarse a la puerta prohibida. La elección del objetivo (generalmente, la casa de esa señora mayor que siempre gritaba). El dedo tembloroso pulsando el botón. Y entonces, la explosión. El sonido del timbre, seguido del sonido de tus pies golpeando el asfalto. La adrenalina. El terror delicioso a que se abriera la puerta y apareciera una señora en bata y zapatillas, gritando improperios al aire. Ese era el máximo riesgo. Que te pillaran. Que te echaran una bronca. El Game Over era una reprimenda.

Pues bien, amigos. En los Estados Unidos de América, ese faro de la libertad y el progreso, el juego ha recibido una actualización. Le han subido la dificultad. Ahora, el objetivo ya no es que no te pille la señora de la bata. El objetivo es que no te disparen. La pantalla de «Game Over» es un poco más definitiva.

La noticia es tan brutalmente simple como incomprensible: un niño de 11 años ha sido asesinado por un vecino por jugar a este juego. Un niño. De 11 años. Por tocar un timbre.

Y aquí es donde la sátira se queda sin palabras y solo queda el humor negro, negrísimo, como única herramienta para no volverse loco. Porque esto no es un suceso aislado, un acto de un demente. Es el síntoma terminal de una sociedad enferma. Una sociedad que ha llegado a la conclusión de que la inviolabilidad de tu porche es un derecho más sagrado que el derecho a la vida de un crío.

Para entender la lógica detrás de este disparate, hemos redactado una pequeña guía, un «Manual del Buen Vecino (versión estadounidense)»:

  • Paso 1: La Detección de la Amenaza.
    Usted está tranquilamente en su salón, viendo la tele y limpiando su rifle de asalto, como cada tarde. De repente, oye un ruido en la puerta. Suena el timbre. ¡ALERTA ROJA! No piense lógicamente. No piense «será el repartidor de Amazon» o «serán los testigos de Jehová otra vez». No. Su cerebro, entrenado en años de películas de acción y noticias de la Fox, debe activar inmediatamente el protocolo de «Invasión del Hogar». Claramente, es un comando terrorista de Al-Qaeda disfrazado de niño.

  • Paso 2: La Activación del Protocolo «Defensa del Castillo».
    Según dicta la sagrada Segunda Enmienda, su casa es su castillo. Y usted es el rey. Y el rey tiene derecho a defender su propiedad de cualquier amenaza, real o imaginaria. Abandone su cerveza. Coja el arma que tenga más a mano (la escopeta de debajo del sofá, la pistola de la mesilla de noche, el bazuca del garaje). Su misión es neutralizar la amenaza.

  • Paso 3: La Neutralización Proporcional.
    Abra la puerta. Vea una figura pequeña corriendo por su césped. ¿Podría ser un niño? Sí. Pero, ¿y si no lo es? ¿Y si es un enano asesino? ¿Un gnomo del jardín que ha cobrado vida? No hay tiempo para dudas. Dispare. Dispare a todo lo que mida menos de un metro y medio y corra más rápido que un jubilado en Florida. La ley le ampara. Es «defensa propia». Usted no ha matado a un niño, ha «neutralizado una amenaza potencial a su seguridad». Suena mucho mejor en el informe policial.

Y así es como hemos llegado hasta aquí. A un lugar donde una broma infantil, una travesura que antes acababa con un grito desde la ventana («¡Como te pille, te vas a enterar!»), ahora acaba en la sección de sucesos de la noche.

Lo que ha muerto aquí no es solo un niño. Ha muerto el sentido común. Ha muerto la proporcionalidad. Ha muerto el derecho a ser un crío. El derecho a ser un poco idiota, a hacer tonterías, a poner a prueba los límites del mundo de los adultos sin que la respuesta sea un balazo.

Hemos creado una sociedad tan paranoica, tan armada y tan aterrada de sí misma que ya no distingue entre una amenaza real y un juego de niños. Y cuando una civilización llega a ese punto, cuando el sonido de un timbre se contesta con el sonido de un disparo, es que algo, muy en el fondo, está podrido. Y no, no es el Prozac, señor Kennedy. Son las putas armas.

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