Desde la consulta del Absurdólogo de Guardia, hoy vamos a intentar adentrarnos en una de las mentes más complejas y, a la vez, más asombrosamente simples de nuestro tiempo: la mente del pirómano. Las cifras de este verano son elocuentes: 32 detenidos y 93 investigados por su presunta relación con los incendios que han convertido nuestros montes en la viva imagen de Mordor. Y ante este panorama, la pregunta que nos hacemos todos mientras vemos las imágenes en la tele es: ¿pero esta gente está bien de la cabeza?
La respuesta corta es no. La respuesta larga es que hemos abierto la Caja de Pandora de la estupidez humana, y dentro hay de todo. Porque ser pirómano no es una profesión, es una vocación. Es una afición de lo más particular. Hay gente a la que le da por coleccionar sellos. Otros hacen maquetas de barcos. Y luego está este selecto club de caballeros (y señoras, que la idiotez no entiende de géneros) cuyo pasatiempo consiste en recalificar el paisaje con un bidón de gasolina y un mechero Bic.
Intentemos trazar un perfil. ¿Qué lleva a un ser humano funcional, a un Homo sapiens con pulgares oponibles y la capacidad teórica de razonar, a decidir que la mejor forma de pasar una tarde de martes es prenderle fuego al monte donde jugaba de pequeño? Las motivaciones son tan variadas como los colores del arcoíris, si el arcoíris estuviera en llamas.
Primero, tenemos al Pirómano Vengativo. Este es un clásico. Es el Shakespeare de los incendios. Su móvil es la pura y destilada mala leche. El vecino le ha movido una linde, el alcalde no le ha recalificado el terreno de la cabra, o su cuñado le ha ganado al dominó en las fiestas del pueblo. Su solución a estos complejos dramas shakesperianos no es el diálogo, es el fuego purificador. Quema el monte del vecino, o el del alcalde, o simplemente, el monte en general, porque el universo es un lugar injusto y su cuñado un tramposo.
Luego está el Pirómano Inepto. Este no tiene maldad, solo tiene una cantidad de estupidez por centímetro cúbico que desafía las leyes de la física. Es el que decide hacer una barbacoa en pleno agosto con un viento de 40 km/h porque «por una chistorra no va a pasar nada». Es el que tira una colilla por la ventanilla del coche pensando que se apagará por arte de magia. Es el que se pone a hacer trabajos de soldadura al lado de un pajar seco. No quiere quemar el monte, pero su cerebro funciona con un procesador de 8 bits y, a veces, sufre un error fatal del sistema.
Y no podemos olvidarnos del Pirómano Espectacular, mi favorito. Este es un artista. Un director de cine frustrado. No quema por venganza ni por torpeza, quema por el espectáculo. Le fascina el fuego. Le encanta ver los hidroaviones, los camiones de bomberos, el despliegue de la UME. Se siente el protagonista de una película de catástrofes que él mismo ha dirigido. A menudo, es el primero que llama a emergencias y el que ayuda en las labores de extinción, para tener una vista privilegiada de su obra. Es el equivalente a un crítico de cine que, para que la película sea más emocionante, primero quema la sala.
¿Qué tienen todos en común? Una desconexión brutal con la realidad. Una incapacidad para entender el concepto básico de causa y efecto. No ven un ecosistema que tarda siglos en recuperarse, ven un montón de árboles. No ven el hogar de miles de animales, ven maleza. No ven el patrimonio de todos, ven el escenario de sus pequeñas y miserables neurosis.
La pregunta, por tanto, no es solo qué les pasa a ellos por la cabeza. La pregunta es qué nos pasa a nosotros como sociedad. Quizá la culpa no es solo suya. Quizá es también de un sistema que ha vaciado los pueblos, que ha abandonado los montes y que ha creado un caldo de cultivo perfecto para que la ignorancia y la maldad campen a sus anchas.
O a lo mejor, la explicación es mucho más sencilla. A lo mejor, simplemente, son gilipollas. Y contra eso, me temo, no hay hidroavión que valga.