Renfe Presenta su Nueva Experiencia Inmersiva: Tres Horas de Meditación Forzosa en la Estepa Toledana.

Caricatura satírica de un tren de Renfe parado en mitad del campo, con los pasajeros haciendo yoga y el maquinista en una silla de playa.

Desde la consulta del Absurdólogo de Guardia, hoy tenemos que hablar de viajes. Pero no de esos viajes aburridos y predecibles en los que uno sale a una hora y llega a la de destino. No. Hablamos de viajar con Renfe, la única compañía del mundo que ha convertido el simple acto de ir de un punto A a un punto B en una emocionante aventura de resultado incierto, una especie de escape room sobre raíles del que no sabes si saldrás, ni cuándo, ni cómo.

La última de estas experiencias inmersivas tuvo lugar ayer en la prestigiosa línea Madrid-Andalucía. Cientos de afortunados pasajeros que habían comprado un billete para, ingenuos ellos, llegar a Sevilla o a Málaga, fueron sorprendidos con un premio inesperado. A la altura de La Sagra, en Toledo, el tren se detuvo. ¿Una avería? ¿Una incidencia técnica? No, algo mucho más poético. Un incendio en una fábrica de reciclaje cercana a las vías.

Y así, durante tres maravillosas horas, los viajeros pudieron disfrutar de una actividad que no venía en el folleto: una sesión de meditación forzosa con vistas a un paisaje manchego de secano y a una columna de humo negro. Renfe, en su infinita generosidad, les regaló 180 minutos de su bien más preciado: el tiempo. Tiempo para reflexionar sobre la fragilidad de la existencia, para conocer a fondo a sus compañeros de vagón, para poner a prueba los límites de la batería de sus móviles y, sobre todo, para preguntarse por qué demonios no habían cogido el coche.

Esto, amigos, no es una anécdota. Es la filosofía de Renfe. Viajar en tren en España se ha convertido en un deporte de riesgo. Cada día, miles de ciudadanos se juegan su puntualidad, su salud mental y, a veces, su dignidad, en la ruleta rusa de nuestras infraestructuras. El Cercanías ya no es un medio de transporte, es una prueba de acceso para los Boinas Verdes. Llegas a la estación y no sabes qué te espera: un tren que no llega, un tren que llega pero no abre las puertas, un tren que se para en un túnel durante 45 minutos para «realizar una parada técnica» (que es el eufemismo de «el conductor está buscando en YouTube cómo se arranca esto»).

Y lo mejor es la gestión de la crisis. El protocolo es siempre el mismo. Primero, un silencio sepulcral. Luego, una voz por megafonía, con la calidad de audio de un walkie-talkie de los años 80, informa de «una incidencia que afecta a la circulación». Nunca te dicen qué pasa, para no arruinar el suspense. Es parte de la experiencia. Podría ser un incendio, una avería en la catenaria, la caída de un árbol o que un rebaño de ovejas ha decidido organizar una sentada en las vías. ¡La emoción está garantizada!

Y mientras los pasajeros del Madrid-Andalucía confraternizaban en su retiro espiritual toledano, la maquinaria de las excusas ya estaba en marcha. Adif le echará la culpa al incendio. Renfe le echará la culpa a Adif. El del incendio le echará la culpa al viento. Y al final, el único culpable será usted, por haber tenido la osadía de pensar que un tren de alta velocidad que cuesta un dineral debería, como mínimo, ser veloz.

No seamos injustos. A veces, los trenes llegan a su hora. Pero es esa incertidumbre, esa emoción, ese «llegaré o no llegaré» lo que hace de Renfe una experiencia única. Es la aventura de la vida moderna.

Así que la próxima vez que se suban a un tren, no lo hagan con la mentalidad de un simple viajero. Háganlo con el espíritu de un explorador. Preparen un kit de supervivencia: agua, una batería externa, un buen libro (o dos) y, sobre todo, una dosis industrial de paciencia. Porque con Renfe, el destino es lo de menos. Lo importante es el viaje. Sobre todo, si dura tres horas más de lo previsto.

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