Desde la consulta del Absurdólogo de Guardia, hoy tenemos que hablar de entretenimiento. De contenido. De esas maravillosas innovaciones que nos ha traído el futuro digital para que nunca más volvamos a aburrirnos. Resulta que en Francia, un hombre de 46 años, un streamer conocido como Jean Pommanov, ha muerto. Y no, no ha sido por un accidente, ni por una enfermedad. Ha sido, presuntamente, por una sobredosis de realidad. La suya y la que le impusimos todos los demás.
Durante meses, este hombre fue el protagonista del nuevo espectáculo de moda: el circo romano en 4K. Otros streamers, más jóvenes, más guapos, más listos, lo convirtieron en su bufón particular. Lo vejaban, lo humillaban, lo sometían a pruebas denigrantes en directo, mientras miles de personas miraban desde el otro lado de la pantalla. Y no solo miraban. Participaban. Aplaudían. Donaban dinero para que el espectáculo continuara.
Bienvenidos al Coliseo del siglo XXI. Un Coliseo mucho más higiénico, eso sí. Ya no hay sangre ni arena, solo píxeles y fibra óptica. Pero la mecánica es la misma. El pulgar del César que decidía la vida o la muerte del gladiador es ahora un botón de «like», un emoticono de una carita sonriente o una donación de cinco euros con el mensaje: «¡Qué grande eres, sigue así!».
Hemos creado un ecosistema perfecto para la crueldad. Un sistema donde la humillación de una persona se ha convertido en un producto de consumo. Es «contenido». Se empaqueta, se monetiza y se distribuye. Y lo más maravilloso de todo es que ni siquiera tenemos que sentirnos culpables. No somos nosotros los que estamos en la arena. Nosotros solo somos espectadores. Estamos en nuestra casa, en pijama, comiéndonos una pizza mientras vemos cómo despojan a un ser humano de su dignidad en tiempo real. Es el «pan y circo» de siempre, pero ahora el pan te lo trae un repartidor y el circo te llega directamente al móvil.
Y uno, en su infinita ingenuidad, se pregunta: ¿quién es el verdadero monstruo en esta historia? ¿Los streamers que, a cambio de fama y dinero, actúan como torturadores digitales? ¿El propio Jean Pommanov, que por desesperación, por soledad o por la razón que fuera, aceptó ese papel de punching ball humano? ¿Las plataformas, como Twitch o YouTube, que miran para otro lado mientras se llenan los bolsillos con el tráfico que genera la miseria ajena, amparándose en unos «términos de servicio» que tienen menos valor que un billete de tres euros?
¿O somos nosotros?
Nosotros, la audiencia. El gran público anónimo. Los miles que con un simple clic, con una simple visualización, validamos el espectáculo. Los que convertimos la crueldad en un producto de éxito. Porque si nadie mirara, el circo cerraría. Si la humillación no diera engagement, buscarían otro tipo de contenido. Pero da. Vaya si da.
La fiscalía de Niza ahora investiga la muerte. Buscarán culpables. Señalarán a los streamers que lo acosaron. Y harán bien. Pero es una solución demasiado fácil. Es como culpar solo a los leones de lo que pasaba en el Coliseo. Es ignorar al emperador, a los patricios y a la plebe que jaleaba desde las gradas.
La muerte de este hombre no es un suceso aislado. Es un síntoma. Es el resultado final de una cultura que ha confundido la fama con la notoriedad, el humor con la humillación y la libertad de expresión con el derecho a ser un miserable. Hemos creado un mundo donde la vida de una persona puede convertirse en un meme, su sufrimiento en un clip viral y su muerte, simplemente, en la noticia de la que hablaremos durante un par de días, antes de pasar al siguiente vídeo de gatitos.
Y eso, amigos, no es que sea absurdo. Es que es terrorífico.