Desde la consulta del Absurdólogo de Guardia, hoy abrimos con un caso clínico de manual, uno de esos que se estudian en primero de «Psicología de Creadores Arrepentidos». El paciente es un tal Sam Altman, Sumo Sacerdote de OpenAI y padre putativo de esa criatura digital que ahora mismo está haciendo los deberes de tu hijo mientras tú lees esto. Sam, el hombre que nos prometió un futuro donde los robots nos harían el trabajo sucio, ha salido a la palestra con la misma cara de pánico que se te queda cuando te das cuenta de que te has dejado el gas abierto. ¿Su mensaje? Que se nos está yendo la mano con esto de la Inteligencia Artificial, que hay una burbuja a punto de estallar y que, a lo mejor, solo a lo mejor, hemos construido un gigante con pies de silicio y cerebro de humo.
Me cago en la leche, Merche. Esto es como si el inventor de la pólvora, después de venderle petardos a todo el pueblo, se quejara del ruido en la verbena. ¡Pero vamos a ver, alma de cántaro! ¿Quién ha estado recorriendo el mundo estos últimos años con la maleta llena de promesas mesiánicas? ¿Quién nos ha vendido que una calculadora con ínfulas de poeta iba a solucionar el hambre, curar el cáncer y, ya de paso, encontrarle un sentido a la existencia de los programas del corazón?
Esto tiene un tufillo familiar, un aroma a cosa ya vivida que apesta a desastre anunciado. ¿Os acordáis de los años 2000? Aquella época dorada en la que tu cuñado, ese que no sabía montar un mueble de Ikea, te explicaba en la cena de Nochebuena cómo se iba a hacer de oro con un adosado en Seseña. «El ladrillo nunca baja», decía, con la boca llena de langostinos y la certeza de un profeta. Cambien «ladrillo» por «algoritmo», «Seseña» por «Silicon Valley» y «promotor» por «CEO de una startup disruptiva», y tendrán el panorama actual. El cuñado es el mismo, solo que ahora lleva unas gafas de pasta y habla de «modelos de lenguaje» en lugar de «alicatado hasta el techo».
La mecánica de la burbuja es siempre la misma: una mezcla de codicia, miedo a quedarse fuera (lo que los modernos llaman FOMO) y una ignorancia supina sobre lo que se está comprando. Miles de millones de dólares se están vertiendo en empresas que, en esencia, son un loro carísimo. Un loro que ha leído todo internet y que, a veces, te recita a Shakespeare y, otras, te insiste en que las ballenas ponen huevos. Estas empresas tienen valoraciones que desafían la gravedad y la lógica, con menos ingresos que un puesto de churros en febrero pero con más hype que una final del Mundial.
Y en medio de esta fiebre del oro digital, hay un ganador indiscutible: el que vende las palas. En este caso, Nvidia. La compañía que fabrica las tarjetas gráficas, esos cacharros que antes servían para que los videojuegos se vieran de la leche y que ahora son el motor que alimenta a estas inteligencias hambrientas de datos y electricidad. El valor de Nvidia se ha disparado de tal manera que pronto valdrá más que la suma de varios países pequeños. Están haciendo su agosto mientras los demás cavan en busca de un oro que podría ser de pega.
Porque esa es la otra parte del chiste. La «Inteligencia Artificial» de hoy, a pesar de sus logros, sigue siendo profundamente estúpida. Es un becario con acceso a toda la Wikipedia pero sin una pizca de sentido común. Pídele que te escriba un soneto al estilo de Góngora sobre la inflación y lo hará. Luego pídele que te diga cuántos agujeros tiene un polo y es posible que su respuesta colapse una central nuclear en Kazajistán. Sí, es una herramienta poderosa, pero no es Skynet. Aún no. Aunque ya hay quien le reza por las noches.
Lo verdaderamente trágico, y aquí es donde la absurdología se convierte en drama social, es el coste humano de esta quimera. Mientras los gurús nos hablan de un futuro utópico, las grandes tecnológicas despiden a decenas de miles de empleados de carne y hueso —ingenieros, diseñadores, personal de marketing— para poder seguir echando billetes a la hoguera de la IA. Es el equivalente a demoler un hospital para construir una capilla dedicada a un santo que aún no ha hecho ni un solo milagro.
Así que cuando Sam Altman sale a advertirnos de la burbuja, uno no sabe si aplaudirle por la sinceridad tardía o tirarle un zapato por el cinismo. Él sabe perfectamente que el globo se está inflando más de la cuenta, y que cuando pinche, el estruendo se oirá hasta en Valdezarzas de Arriba. Pero no nos equivoquemos. El problema no es que la burbuja explote, que lo hará, como todas. El problema es quién barrerá los cristales rotos. Y me temo que, como siempre, los que acabaremos con la escoba en la mano no seremos los que organizamos la fiesta, sino los que, al final, nos toca pagar los platos rotos de la última locura de unos cuantos genios que jugaron a ser dioses sin leerse la letra pequeña del manual de instrucciones.