Desde la consulta del Absurdólogo de Guardia, hoy traemos una de esas noticias que son la definición misma de «proporción». Una de esas que, si te la cuentan en el bar, pides otro carajillo para asegurarte de que no has oído mal. Agárrense, que vienen curvas nucleares. Google, la empresa a la que le preguntamos cómo se hace una tortilla de patatas y si es normal que nos duela la rodilla cuando llueve, ha anunciado que va a construir su propio reactor nuclear.
No, no es el título de una película de ciencia ficción de serie B. Es real. Van a levantar un reactor nuclear de cuarta generación en Tennessee, un juguetito que estará listo para 2030. Y uno, en su infinita ignorancia, podría preguntarse: «¿Para qué coño necesita una empresa de buscadores un reactor nuclear? ¿Van a lanzar su propio programa espacial? ¿Están construyendo un DeLorean para viajar en el tiempo?». La respuesta, amigos, es mucho más gloriosa y mucho más estúpida: lo necesitan para que la Inteligencia Artificial pueda seguir funcionando.
Resulta que la IA, esa criatura digital que nos iba a traer un futuro de ocio y prosperidad, tiene más hambre que el monstruo de las galletas en una fábrica de Cuétara. El apetito energético de estos centros de datos es tan salvaje que ya consumen más electricidad que países enteros. Cada vez que usted le pregunta a una IA que le escriba un poema sobre su gato, en algún lugar del mundo, una pequeña central hidroeléctrica empieza a sudar. Cada vez que le pide que genere una imagen de «un perro astronauta comiendo paella en la luna», una turbina eólica sufre un ataque de ansiedad.
La bestia digital es un glotón de vatios, un devorador de kilovoltios. Y claro, a este ritmo, la red eléctrica convencional se les queda pequeña. Además, queda muy feo en el informe anual de sostenibilidad decir que, para que la gente pueda preguntarle a tu chatbot si los unicornios existen, has quemado el equivalente a un bosque del Amazonas en carbón.
Así que, en un alarde de lógica corporativa, han llegado a la solución más obvia: la energía nuclear. La misma que nos dio a Chernobyl, a Fukushima y a Homer Simpson. Es la paradoja definitiva. Para alimentar la tecnología que nos promete un futuro utópico y maravilloso, vamos a usar la única tecnología que, si sale mal, nos garantiza un futuro postapocalíptico de verdad, con mutantes y chapas de botella como moneda.
Pero lo mejor es que nos lo venden como algo «verde». Es energía nuclear-boutique, «modular», de «cuarta generación». Suena a algo que te comprarías en una tienda de diseño, no a un cacharro que, si estornuda, puede hacer que a las ardillas de tres estados a la redonda les salga un tercer ojo.
Y aquí llegamos al núcleo (nunca mejor dicho) de la absurdología. Hemos desatado el poder del átomo, la fuerza que mantiene unidas las estrellas, para un fin sublime: para que usted, querido lector, pueda discutir con un chatbot sobre el final de Juego de Tronos a las tres de la mañana. Hemos construido un dios tecnológico con un hambre infinita y, para alimentarlo, hemos decidido darle de comer soles en miniatura.
Imaginen la escena. Usted, en su casa, teclea en el buscador: «¿Cómo quito esta mancha de vino de la camisa?». A miles de kilómetros, en Tennessee, una alarma suena en una sala de control. Un señor con bata blanca grita a un interfono: «¡Atención! ¡Tenemos una consulta de nivel 3 sobre manchas! ¡Aumenten la potencia del reactor al 75%! ¡Que nadie entre en pánico!».
Hemos llegado a un punto en el que la banalidad de nuestras preguntas requiere la complejidad de la física nuclear. La próxima vez que Google tarde medio segundo más de la cuenta en decirle dónde está la farmacia de guardia, no se impaciente. Piense que, a lo mejor, es que están reiniciando el núcleo del reactor. Un poco de respeto por la logística, por favor.