Desde la corresponsalía de guerra del Absurdólogo de Guardia, hoy me han enviado a cubrir el acontecimiento que paraliza el mundo hispanohablante. No, no es una cumbre del G-20, ni la final de un Mundial. Es algo mucho más importante. Es el estreno de la tercera temporada de Marbella Vice.
Para los no iniciados, permítanme que les pinte el cuadro. Olviden el Festival de Cine de San Sebastián, con sus alfombras rojas y sus discursos culturetas. El epicentro cultural de nuestro tiempo no está en un palacio de congresos, está en un servidor de un videojuego de hace diez años. Los protagonistas no son actores de método que han engordado 20 kilos para el papel; son treintañeros en pijama que retransmiten desde sus habitaciones en Andorra. Y el público, millones de personas, no está en una butaca de cine comiendo palomitas. Está en su casa, viendo en la pantalla de su móvil a un señor que mira la pantalla de su ordenador. Es la Capilla Sixtina del metaverso.
Y lo más jodido de todo es que es infinitamente más entretenido que el 90% de la parrilla televisiva.
He sido enviado como corresponsal a analizar este «simulacro sociológico». La trama es compleja. Tenemos facciones, alianzas y traiciones que harían que Juego de Tronos pareciera un capítulo de Pocoyó. Líderes carismáticos como Ibai Llanos gestionan sus imperios criminales con la misma seriedad con la que un CEO presenta sus resultados trimestrales. Veteranos señores de la guerra como Auronplay mueven los hilos desde las sombras. Y en medio, un ecosistema de taxistas, policías corruptos, pequeños delincuentes y empresarios de la noche, todos interpretados por la flor y nata del streaming español.
Sus conflictos son de una profundidad pasmosa. No luchan por el control de un país, luchan por el control de un cargamento de «azucarillos» (el eufemismo para la droga virtual). Sus crisis diplomáticas no las desata un incidente fronterizo, las desata un bug del juego que hace que un coche explote sin motivo. Y sus ruedas de prensa son más seguidas que las del Consejo de Ministros.
¿Y por qué triunfa esta locura? ¿Por qué millones de personas prefieren ver a un avatar pixelado atracar un banco que ver la última superproducción de Hollywood de 200 millones de dólares? La respuesta es sencilla y, a la vez, aterradora: porque es más real.
Sí, es un videojuego, pero no hay guion. Es un caos glorioso, un teatro del absurdo donde todo puede pasar. Un personaje puede morir permanentemente porque a su intérprete se le ha caído la conexión a internet. Una trama complejísima puede irse al garete porque a un streamer se le ha olvidado quitar el modo avión del móvil y no ha oído la llamada de sus compinches. Es la vida, con sus fallos, sus torpezas y su gloriosa improvisación, retransmitida en directo.
Frente a esto, la televisión y el cine tradicional parecen un cadáver embalsamado. Predecibles, encorsetados, con diálogos escritos por un comité. Marbella Vice es un organismo vivo, que respira y muta en tiempo real, alimentado por el caos de sus participantes y las reacciones de una audiencia que, con sus donaciones y sus comentarios en el chat, se convierte en una especie de dios caprichoso que interviene en la trama.
Así que no se rían de su sobrino cuando les diga que está viendo «lo de Marbella». No está perdiendo el tiempo. Está asistiendo al nacimiento de una nueva forma de arte. El nuevo Hollywood ya no está en Los Ángeles; está en un servidor de GTA. Y sus magnates no son señores con puro en un despacho, son chavales en sillas gaming que han entendido que el futuro del entretenimiento no consiste en contar historias perfectas, sino en dejar que las historias, simplemente, pasen.